28 febrero, 2012

Capítulo 1.

Denisse.
Un día más, un día menos, como quieran verlo, ha comenzado. Un horrible día más de clases.
– ¡¡Denisse!! ¡Es hora de ir a clase!
– ¡Sí, sí, ya voy! – le grité a mi madre desde la planta de arriba. Bueno, genéticamente no es mi madre, pero es como si lo fuera. Lleva cuidando toda mi vida de mí. Y os preguntaréis dónde están mis padres biológicos. Pues bien, no lo sé. Soy adoptada y, aunque creo que mis padres saben quienes son, no me dijeron nada. Mejor así, yo tampoco quería saber de ellos. También os preguntaréis quién soy. Soy una chica bastante normal, sólo que me encanta la mecánica. Independiente hasta la médula, intuitiva, y, en sus momentos, femenina y romántica. ¿En el físico? Pelirroja de nacimiento, aunque me lo teñí a uno más chillón y algunas mechas negras, ojos azules, curvas no demasiado pronunciadas... Mucho dirían que un pivón, pero eso me da igual. Yo sólo tengo ojos para Diego, para mi novio.
– ¡Denisse! – dijo con voz cansada entrando en mi habitación. – Levántate, cielo.
– No me había dado cuenta de que aún estaba tumbada en la cama con el pijama y todo. Levanté la mirada y me fijé en el despertador en forma de rueda que estaba sobre mi mesilla. Las 8:08 AM. Empecé a hacer cálculos mientras me dirigía a la ducha. Tenía doce minutos para prepararme si quería llegar a tiempo a clase, ya que se tardaba diez en llegar allí.
– Cuando me di cuenta, ya estaba duchada, vestida y bajando las escaleras corriendo de dos en dos.
– Denisse, toma – me dijo mi mamá dándome un zumo de naranja.
– Ya sabes que no me gusta, má – me quejé. De verdad lo odiaba, no era simplemente un capricho.
– No te vas de aquí hasta que te lo tomes – no me dejó objetar nada. Me lo tomé como la buena niñita que soy.
– Ojalá hubiera un café – ojalá. Pero no, en esta casa cero cafeína.
– Ya, vete, hija. Vas a llegar tarde.
– Culpa tuya, culpa tuya. Sino me hubieras obligado a tomarme el... – no acabé la frase porque en ese momento me fijé en el reloj. Mierda. Faltaban ocho minutos. Tenía que dar caña a la moto. – ¡Me voy! – grité ya desde la puerta de la casa.
Cogí la moto, ya que el coche lo estaba arreglando. Os había dicho que era una maniática de los coches, ¿no? Era una moto preciosa negra y blanca. La amaba. Cogí el casco, negro con mi inicial a un lado en color rojo pasión. Salí de allí a toda hostia. Yo estaba acostumbrada a manejar rápido y en este pueblo tampoco es que haya mucha gente con coche a estas horas, ya que, como era tan pequeño, podías ir a tu trabajo andando.
Llegué a un semáforo y paré, ya que se puso en rojo. ¿Para qué hay uno en un sitio donde no pasa ni un alma? Escuché el motor de una moto viniendo por atrás, sabía, sin girarme, de quién era. La reconocería en cualquier lugar. Era de Diego y era 'Dina', su moto. Sí, le puso nombre a su moto. Aunque yo tampoco podía decir mucho, la mía era Josh. No me preguntéis el porqué, pero siempre me gustó ese nombre. Llegamos al instituto cuando sonó la campana. 
Aparcamos como pudimos y fuimos corriendo atravesando una marea de estudiantes medio groguis. Cuando llegamos al aula, aún no había venido la profesora. Nos tocaba taller, nuestra clase favorita. A él y a mí nos encantaba arreglar cachivaches. Trabajábamos en un taller de coches por un sueldo mínimo, allí fue donde nos conocimos. Nos sentamos al final de la clase y, mientras íbamos, podía sentir las miradas de los demás sobre mí. ¿Para qué negarlo? Podríamos ser <<populares>> si quisiéramos.
 Dejé mi mochila debajo de la mesa y el casco en la silla, ya que prefería no sentarme para trabajar. Me era muy incómodo. Esperamos, entre risas, a que viniera la profesora. Cuando me estaba empezando a impacientar, abrieron la puerta y entró el director.
– Diego, no habrás hecho nada, ¿no? – le susurré. Siempre que venía el director era porque él o alguno de sus amigos habían hecho algo.
– No, cielo. Te prometí que no haría nada – frunció el ceño.
Miramos al frente, vi que detrás del director venía un hombre. No viejo; tendría cerca de los veinticinco.
– Bien, alumnos. He venido a acompañar a su nuevo profesor.
– ¿Y Rosa? – preguntamos Diego y yo al unísono.
– Señores, no me hablen así. No soy uno de sus amigos, me deben respeto.
– Sí, señor director. Lo sentimos – dije. Era mejor no tener líos. Le dí un codazo a Diego, ya que estaba bufando y diciendo no sé qué cosas raras sobre <<el mongol ese...>> – ¿Puede decirnos, por favor, qué le pasó a Rosa?
– Bien, señorita Montserrat. La señora Garrido está enferma. Tiene cáncer de mama – especificó al ver que le iba a interrumpir otra vez. – Así pues, se tendrá que ausentar durante un período de tiempo indefinido. Ahora, les dejo con su nuevo profesor.
Y con eso, se marchó y nos dejó con él. El nuevo profesor.